Acostumbrados al soniquete inoportuno del despertador digital y sus incandescente letras de led, es llamativo ver cómo cada mañana amanecemos con la sonora sensación de que cualquier día estallará la guerra. Sin saber si será mundial, mas local o provincial, y si su orden será tan lógico como para enumerarla como la tercera, nuestras batallas internas y diarias se quedan olvidadas cuando entramos a su proyección en las salas.

El mejor ejemplo y más reciente es el de 1917, el film de Sam Mendes que ha logrado devolver a nuestra fragmentada historia un concepto que ya se nos hace lejano a casi todos; a los más añejos y a los más millenials. Familiarizados con verlo todo tras una pantalla el discurso se vuelve algo más tangible, aunque tampoco diría real, cuando la guerra parece tener más sentido dentro de las cuatro paredes del cine que de puertas para fuera.

1917 demuestra que hablar de guerra no siempre es inmiscuirse en la tendenciosa controversia y que su ejercicio solo se centra en sentirse honesto la hora de contar una historia. La película de Mendes propone llevarse los Oscar más codiciados del año, llegando a la gala de este domingo con el brillo iriscente en el pecho de todas las condecoraciones conseguidas en los Globos de Oro; donde se llevó el de Mejor película de Drama frente Historia de un Matrimonio o The Irishman, donde Netflix pudo decantar la balanza en esta contienda; y el de Mejor dirección, donde Sam Mendes llegó a batir en cuerpo a cuerpo a estandartes de la talla de Scorsesse, Tarantino o Phillips. Tras su estreno y tanto revuelo quedaba por saber si 1917 era tanto como sus galardones prometían y decidir entre sus limites si se trata de una película bélica, de guerra o de batalla.

Con la motricidad intacta y una habilidad casi visceral, 1917 es un círculo. La elíptica casi perfecta se plantea desde que pone el compás sobre el papel y la cámara traza una circunferencia con un pulso suave e in crescendo, donde la línea parece vacilar y torcerse cada vez que va aumentando su grosor. Y en el vilo mantenido que constantemente se acrecenta no es hasta que se unen los extremos cuando podemos comprobar que su curvatura está intacta. Su forma concéntrica se admira de forma lejana, todo desde un pesar, desde una equidistancia. El espacio que pueda existir entre vivir y entender lo que acontece algo tan iracundo como es una guerra, se nos hace palpable en el film de Mendes, que lejos de hablar de batallitas, estrategias y ruidos de heroicidad deja espacio para la duda y el miedo. Como si fuésemos nosotros quien nos armásemos del valor suficiente de llevar el mosquetón pegado al pecho.

La simulación de un plano secuencia atemporal y duradero durante gran parte de la película es la mejor técnica de Mendes para atraer los ojos y no secar el parpadeo de ninguno de los asistentes de la sala. 1917 recuerda a un videojuego contado de inicio a final sin guardar la partida, donde solo un pequeño resquicio en su mitad nos da tiempo para coger aire y repasar las bajas obtenidas. Su editor Lee Smith, vanagloriado en films como Origen, El Caballero Oscuro o algunos títulos más hermanados con el género como Master and Comander o Dunkerke, pone un grado de astucia técnica impropio al mantener una historia sin cortes de principio a final. De esta forma 1917 nos hace espectador doble de esa linealidad, cargándonos con el petate de los soldados Tom Blake (Dean-Charles Chapman) y Will Schofield (George Mackay) quienes serán los mensajeros del batallón 8 del flanco oeste inglés, enfrentado contra los alemanes. Ellos, jóvenes e inexpertos en pisar sobre suelo mojado son los encargados de correr a contrarreloj para entregar el mensaje de detener la ofensiva inglesa al Capitán McKency, (Cumberbach) a unos kilómetros de distancia. Hasta aquí el telegrama en el que basa la simpleza la película. No hay una intrahistoria de movimientos y estratagemas de ejércitos. Es el retrato de dos chicos que la vida les ha enmendado por casualidad caminar entre el barro y los muertos, donde el azar les ha señalado dando la oportunidad de buscarse la muerte y no esperarla sin más.

Como un prisma de cristal que retiene únicamente cuatro colores y se olvida del resto para exclusivas ocasiones, 1917 parte del negro de las trincheras, donde la madera mojada se apila junto a miles de vidas continuamente a la espera, y vira hacia a un blanco que sabe a salitre. O a salvación. Todo lo demás es un azul casi negro que se confunde con una mezcolanza de marrones y grises dando la sensación de que en la guerra todo lo que no desgasta, llega a calar hasta los huesos. En esta paleta emborronada se afila un concepto bastante lejano al presuponer que 1917 solo habla de batallas, la guerra en sí es algo muy conceptual en la mente de los dos jóvenes, un arquetipo demasiado abstracto para definirse y entenderse cuando solo tienes tiempo para esquivar o correr entre las balas. Todo se vuelve decorado, parte del atrezzo del campo de batalla donde los cuerpos, sin saber si son aliados o enemigos, las cabezas de misiles o las ratas que entorpecen el camino se miran siempre con distancia.

Desde la primera escena, donde el idilio y la vida se torna gris como el cielo, en apenas tres minutos de metraje ya formamos parte del equipo de Blake y Scholfied. Números de batallón que solo al final de la película acaban por citarse por su nombre de pila. Los dos soldados sirven para hacer una llamada a la candidez y dejar de preguntarse constantemente sobre belicismos, para no cuestionarse valores implícitos de la guerra y sí sobre la camaradería azarosa de sus lineas vitales, que dejan de ser paralelas y convertirse en equidistantes.

Es normal que haya sido comparada con otras obras artífices de plantear la guerra desde una perspectiva inusitada, ya sea con Senderos de Gloria de Stanley Kubrick, Salvar al Soldado Ryan de Spielberg o la reciente Dunkerke, ya que lo que propone Mendes, al igual que las anteriores, es humanizar la batalla. Una realidad donde fuera de las lindes del fuego cruzado, ellos son únicamente dos chavales enfundados en sus trajes militares. Donde ninguno de ellos quiso ser parte de nada y nadie pidió matar al mensajero, ni siquiera saber sobre su mensaje. 1917 es un acierto a tiro único, una historia sin banderas de colores ni condecoraciones, que no se rinde ante nada, ni ante nadie.