«Tengo la oportunidad de hacer algo bien, debo aprovecharla»

¿Quién no se ha quejado alguna vez de no sentirse admirado, valorado y recompensado en su propio trabajo? Quizá esto es más plausible en el mundo artístico y más aún en Hollywood, la meca del cine. Esto es precisamente lo que González Iñárritu nos muestra en lo que probablemente pase a ser una de sus mejores obras: “Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia”.

Pongámonos en situación, el protagonista Riggan Thomson (Michael Keaton) es un actor famoso por dar vida a un superhéroe en Hollywood -en este punto es necesario recordarle al lector ese gran taquillazo de Michael Keaton, Batman, un paralelismo nada casual…-, harto de esa etiqueta que le imponen decide montar una obra de teatro de Hollywood, “De qué hablamos cuando hablamos de amor” de Raymond Carver, a modo de redención para conseguir esa ansiada admiración del público y, sobre todo, de la crítica.

Con Birdman, quizá Iñarritu no plantea un argumento que no hayamos visto antes en otras películas, pero consigue hacerlo de manera muy diferente, valiéndose de diferentes recursos técnicos, dobles sentidos, subtemáticas en el guión y altas dosis de humor negro.

Una crítica a la sociedad en general y Hollywood en particular

Tras «21 gramos» y «Babel», el director deja atrás la narración más oscura para llevarnos a las entrañas de la industria artística y su fábrica de egos. Un envejecido Michael Keaton nos introduce en la convivencia con un actor frustrado por no haber llegado a ser más que un producto banal de la industria del cine, la lucha contra su ego representado por el personaje del superhéroe que interpretó antaño, en constante conversación, repitiéndole todo lo que no ha conseguido llegar a ser, atormentándole y creándole inseguridades en cada movimiento que realiza, llevando a reflexiones al protagonista y al público que lo observa.

En el lado opuesto de la fama al protagonista tenemos a Mike (Edward Norton), actor reputado que disfruta del apoyo de la crítica y cuyo ego convive perfectamente adaptado a él. Es el clásico papel de estrella prepotente y narcisista a la que el director no puede ni debe discutirle nada, que maneja a su antojo a todo el que se le acerca.

El papel de la hija de Riggan, Sam (Emma Stone), armoniza el elenco presentando una figura antagónica, criada sin una figura paterna, que quiere huir de todo lo que su padre es. Desea ser invisible, carecer de admiración ninguna aunque no ceja en su empeño de llamar la atención de todo el que se acerca. Canaliza bastante bien la crítica a una sociedad basada en el “ahora” e inmersa en banalidades de todo tipo.

No podemos olvidarnos de la banda sonora que es una protagonista más en cada secuencia. El ritmo se marca a golpe de batería, que queda grabada a fuego durante toda la película (aún puedo notarla mientras escribo esto), pero muy necesaria para entender lo que ocurre en la cabeza del protagonista, el ritmo vertiginoso que sigue y todas sus dudas y obsesiones.

Otro apartado técnico destacable sin duda son los planos. Con ello ocurre lo mismo que con la banda sonora, marcan un ritmo imparable plano tras plano lo que hace de ello una narración redonda. Está plagado de travellings, contrapicados, consiguiendo que sigamos a los personajes en sus acciones entre bastidores. Abusa de los recursos técnicos de una manera brillante que los hace necesarios del primer al último plano, que por cierto son el mismo.

En resumen, para mi una película redonda, aunque cuesta procesar por el exceso de información que plantea y el ritmo del comienzo. Además huye de las típicas etiquetas de comedia, drama… ya que presenta tintes de todo tipo, rozando el drama en algunas reflexiones hasta llevarnos a presencia esa cómica escena de Reagan corriendo en slips blancos por mitad de Broadway. Analizando desde la exposición de las celebrities a las redes sociales hasta la frustración por no conseguir una buena crítica. Grandes dosis de ego adaptadas a un elenco perfecto.

Nota: 8,5