“Echo a volar y llego a Ibiza”, dice Javi (Quim Gutiérrez), alter ego del superhéroe madrileño autodenominado Titán. Esta frase define el tono paródico heroico que los creadores de la serie, adaptación del cómic homónimo escrito por Santiago García y Pepo Pérez, han querido transmitir al personaje: inmadurez e insensatez, lectura inversa del “todo gran poder conlleva una gran responsabilidad” entonado por el tío Ben a Peter Parker en los años sesenta. Y es que quien espere que El vecino (Carlos de Pando y Sara Antuña, 2019) sea algo parecido a una película de Marvel Studios anda bastante desencaminado.

Los referentes superheroicos más recientes de El vecino podrían ser ¡Shazam! (David F. Sanberg, 2019) y Superlópez (Javier Ruiz Caldera, 2018). Del primero toma su descaro a la hora de poner a prueba los límites de sus habilidades, ese disfrute gamberro y ligero de la potencia muscular o la capacidad de vuelo que podemos observar en los primeros episodios de la serie, de tono jovial y autoconsciente —aunque luego virarán a una trascendencia exasperante, pero ya hablaremos de eso—. Y del segundo, El vecino recoge ese patetismo español intrínseco al complejo que llevamos padeciendo como sociedad desde la pérdida de las colonias, y que se ha ido trasladando progresivamente a la ficción: un pánico total a americanizarnos, a tomarnos demasiado en serio lo épico. En este sentido, resulta revelador el epílogo de Superlópez, en el que escuchamos las reacciones del pueblo español sobre el nuevo superhéroe que está haciendo el bien: todo es pragmatismo y ridiculización, pues “superhéroe y español no pegan”.

Asimismo, El vecino parece estar en concordancia con el retrato que mostraba Superlópez del pacto de mediocridad que impera en España. Titán es un superhéroe tan vulgar como lo es su yo bajo la máscara, porque, en realidad, no tiene ninguna motivación para ser un héroe. Nuestro país parece no necesitar a nadie que le salve de antagonistas alienígenas o de tecnologías que vayan a destruir el mundo. Y es que, según la visión de los creadores de la serie de Netflix, nuestras verdaderas enemigas son las injusticias sociales. Es por eso por lo que, después de tres episodios centrados en el descubrimiento de los poderes de Javi, en los que se espera también la aparición de un deseo genuino de hacer el bien, resulta que Titán decide no hace nada y seguir con sus problemas del día a día. El problema es que los creadores de El vecino no son capaces de mantener el interés por una trama en la que no existe un conflicto claro, con lo que se terminan por pervertir las claves del género: la fuerza de un superhéroe se mide en cómo de grande es su rival, por lo que sin nadie a quien batir, todo resulta anodino.

Esas injusticias sociales en las que Carlos de Pando y Sara Antuña ponen el foco, se contradicen a lo largo del relato. En los primeros episodios, El vecino parece decidirse por una historia de origen más, aderezada con un humor urbanita y millenial —desternillantes chistes con Blablacar y Mucho (Bejo) sonando de fondo—, y una puesta en escena liviana y ligera, costumbrista. Se avanza frenéticamente en la estructura narrativa de “El viaje del héroe”, pero de repente, se decide abandonarla y desarrollar un tono moralista que entra en total discordancia con su punto de partida, y que, además, estanca el desarrollo de la trama.  Las estructuras de los episodios son ahora más propias de una comedia de situación, y en consecuencia, los personajes son estáticos. Se trabajan más las tramas amorosas del trasunto de Lois Lane (Clara Lago) que los retos superheroicos.

De este modo, lo que antes resultaban referencias graciosas a nuestros temas del día a día, ahora son una sucesión a mansalva de tramas aleccionadoras sobre los trending topics de turno. Esto lleva a que los personajes, que se habían presentado con ese patetismo de la mediocridad no solo presente en Superlópez sino también en otras series de Netflix como Paquita Salas (Javier Ambrossi y Javier Calvo, 2016), terminen por ser ridículos e histriónicos, pues su capacidad para desinhibirse se contradice con su actitud grave y combativa. La inclusión de la autodenominada “Policía del Karma” y la destrucción total del personaje de Julia que se convierte en un personaje repelente hacen que los conflictos que mueven la serie causen tanta pereza como cuando un tweet empieza con un “Abro hilo”: alerta, sermón inminente. Que si precariedad laboral, que si machismo, que si virtualización de los servicios, que si homofobia, que si adicción al juego… El vecino se vuelve trascendental e intensa, pero, sobre todo, se vuelve ineficaz. Como el usuario de Instagram que se adhiere a todas las reivindicaciones sociales, dar bandazos a todos los temas contemporáneos hace que la trama no adquiera ningún tipo de profundidad ni relevancia en sus conflictos atemporales —y que son los que sostienen cualquier tipo de guion—.

En este sentido, el final de la temporada, con un desenlace previsible pero relativamente satisfactorio, deja aún más claro que la serie podría haber sido mucho más concentrada, que diez episodios son muchos porque el ritmo y desarrollo son más lentos de lo que deberían, con un uso del cliffhanger que nunca termina de funcionar. Por suerte, las buenas actuaciones de Quim Gutiérrez y Adrián Pino, con esa mezcla de picardía y ternura que tan bien le va a El vecino, amenizan del todo el transcurso del visionado. Además, los diálogos de los episodios son en general divertidos —“Me han metido más fichas por Wallapop que por Tinder”—, y hay algunos secundarios recurrentes geniales, como Perruedines o el camello que habla como Raúl Cimas (Denis Gómez).

También cabe destacar la puesta en escena de los diferentes directores que han pasado por la serie, con un uso del CGI bien resuelto y una ambientación cañí trabajada y hecha con cariño. Uno de ellos ha sido Nacho Vigalondo, autor de, entre otras, Colossal (2016), película con la que El vecino tiene muchos puntos en común. Ambos proyectos trabajan temas sociales mediante el género fantástico, y sus protagonistas son personas mediocres que no saben gestionar los poderes que por arte de magia han recibido. Pero mientras que en El vecino todo son hashtags y discursos que no llevan a ninguna parte tan explícitos como insultantes, en Colossal todo formaba parte del subtexto: de unos chillidos de la ciudad de Seúl escuchados en un parque de tierra de un pueblo norteamericano cualquiera, de una dirección sutil y una escritura inteligente.