«He is a sort of gangster, you know. Because this is a gangster’s story. But a gangster with a difference, because this is a gangster with a conscience»

Es por todos sabido que el mundo en el que vivimos se sustenta, entre otras cosas, en una máxima ineludible: el sistema, en su naturaleza, devora y fagocita convirtiendo en parte de sí mismo todo movimiento que represente una amenaza para él. Y lo mismo ocurre con los que se erigen como voz de un pueblo.

El rap, nacido como una voz para los que carecían de ella, no ha escapado como fenómeno cultural de esta circunstancia. Hoy en día, la música que fuera concebida como fuente de crítica y reivindicación es un género musical más al servicio del artista y, por supuesto, del oyente. Y como toda corriente que queda »institucionalizada» por el sistema de consumo, a ella han sobrevenido las modas y los clichés a partes iguales, las tendencias, las convenciones y las convulsiones propias de cualquier género. Pero pongamos que un individuo decide desafiar esta tendencia, siendo fiel a sí mismo y a un anhelo profundo de cambio, no ya en lo musical, sino en un intento de despertar unas pocas conciencias. El sistema, casi más sabio aún que la naturaleza, se encargará de sofocar esa llama haciéndose más atractivo que cualquier utopía imaginable, convirtiendo la rebeldía en una posibilidad desaprovechada, a la eterna espera de ser tomada como estandarte de una generación.

Pero si algo queda claro tras una escucha atenta de »To Pimp a Butterfly» es que no tiene sentido hablar del sistema tan sólo como un ente abstracto y »malvado»: el sistema, a través de la idiosincracia establecida, se manifiesta en cada uno de nosotros mediante dilemas, frustración y contradicciones, como un anhelo de éxito, de reconocimiento, de riqueza… Y como una sobrevaloración de la masa en detrimento de la subjetividad del individuo, porque el individuo, en tanto que original y creativo, es peligroso para el poder. O, siendo más precisos, para los que viven de la desigualdad (económica, pero sobre todo cultural, educativa, espiritual…). Así vivimos y desaprovechamos gran parte de nuestra vida: como elementos indistintos en la masa, porque desafiar la »normalidad» acarrea un riesgo inmenso de experimentar la soledad. Y el valor reside en hacerse escuchar.

Por eso, es cada vez menos común la aparición de voces decididas y carismáticas, realmente valientes. Tomar el valor de reflexionar sobre la realidad y declararle la guerra es un ejercicio tan necesario como complicado. No abunda el pensamiento verdaderamente crítico en nuestros días, más allá de máximas e ideas preconcebidas o juicios instantáneos. Nuestra libertad de expresión se ha visto reducida a un mero ejercicio de expresión del descontento. Hemos perdido, o nos han arrebatado, las herramientas fundamentales para conquistar nuestros deseos: la capacidad de reflexionar y proponer, la creatividad. Y, con ella, la fe en el futuro.

En este contexto me paré a escuchar un día »To Pimp a Butterfly». Y cuál fue mi sorpresa al descubrir, no al mejor rapero de los últimos quince años, sino a un joven que un día decidió cuestionar su realidad, dando con una inmensa lucha interna. Porque el mérito principal de Kendrick Lamar es el de haber escrito un disco verdaderamente revolucionario, que propone un cambio real para la sociedad afroamericana y los oprimidos en general, un canto de esperanza, pero tras este logro se esconde un mérito aún mayor: el de desafiar muchos de los clichés que giran en torno al rap y en torno a los propios barrios en los que muchos hemos crecido. Porque no hace falta irse a Compton para advertir la creencia, cada vez más afirmada, de que no hay nada en lo que creer y el único medio de supervivencia es adaptarse y ser más listo que otros. Y esto nos lleva al canibalismo, a la par que nos hace débiles.

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Kendrick Lamar tenía dos caminos posibles: el de contentarse con el éxito y cerrar los ojos o el de seguir fiel a los objetivos que le condujeron a ese éxito al ser considerado una de las voces más revolucionarias de su generación. »To Pimp a Butterfly» es la prueba de que optaría por el segundo camino, el más difícil. Kendrick no se limitó a contemplar el ser o no »pimpeado» por la industria como una declaración de intenciones, sino que explicitó canción a canción la dificultad de llevar a cabo lo que había sido siempre su objetivo: un cambio mental y espiritual. Ese es el verdadero sentido de la metáfora de la mariposa. No habla de alguien que sale del barrio y es »pimpeado» por la industria. O no solamente. Habla del coraje y la lucidez necesarias para salir realmente del barrio y cambiar un círculo vicioso de incultura y necesidad sin quedarse en el camino. Es por eso que Kendrick no dedica tan solo una canción a las calles de Compton, o de América, sino que les regala todo un disco que habla de los conflictos de su gente, pero sobre todo de los conflictos propios, conflictos de los que sí nacen respuestas.

Y la respuesta que encontró, para sí mismo y para los suyos a un tiempo, es el amor. Puede sonar empalagoso así, a simple vista, pero nada más lejos de la realidad. Puro y duro amor. Aquellos principios que fundamentaban el »HiiiPower» que Kendrick proclamaba tiempo atrás se habían puesto a prueba críticamente debido a la presión del éxito, pero consiguieron sobrevivir y evolucionar, dando con respuestas concretas. La respuesta era el amor porque en él reside el valor para ser uno mismo y superar los propios límites, homogéneamente al que es nuestro deseo, el amor propio para valorarnos a nosotros mismos como únicos con independencia del otro (y su aprobación). Y la respuesta era el amor porque en él reside la capacidad de valorar al otro como un ser único, de respetarlo y vivir su diferencia como una riqueza y jamás desde el miedo. Lo contrario, nos ha enseñado la historia, deriva en la intolerancia y el racismo contra el que tanto han luchado Kendrick Lamar y tantos otros: entre ellos, Martin Luther King. La respuesta al miedo no puede ser, jamás, más miedo.

Si algo nos ha enseñado la historia es que las revoluciones son efectivas en la medida en que cambian los órdenes establecidos con cierta radicalidad, pero tan solo en su superficie. Las revoluciones pueden acabar con la injusticia con la misma facilidad con la que pueden, tan solo, cambiar a las víctimas por los torturadores. Las revoluciones pueden cambiar el curso de la historia, pero no han impedido, jamás, que vuelva a repetirse. Porque las revoluciones pueden cambiar en cierta medida a los hombres que las protagonizan, pueden cambiar la sociedad y pueden cambiar el poder de bando, pero no aprenden ni enmendan los errores. Kendrick Lamar ha afirmado a través de ‘‘To Pimp a Butterfly’’ –al menos así lo concibe modestamente el que escribe– que la verdadera revolución está en cada ser humano, uno por uno, y consiste, tan solo y tan complejamente, en elegir el amor y la sabiduría como única vía hacia un mundo más justo. Y sobre todo, que el peor enemigo y a su vez el mayor aliado que podemos encontrar jamás, somos nosotros mismos.