He sido desde el principio bastante crítico con toda el barullo de la condena a Pablo Rivadulla Duró, conocido como Pablo Hasél. Es muy cierto que hay que empezar por señalar que la condena es, cuanto menos, desmedida. De hecho, se da en el marco de la justificadamente discutida Ley de Seguridad Ciudadana, conocida popularmente como ‘Ley Mordaza’, cuya naturaleza nos remonta casi al franquismo. Es para todos patente la situación que atraviesa nuestra democracia, en la que gran parte de la corrupta clase política parece haber abandonado todo asomo de decencia o, al menos, de rubor en sus actos, dedicándose a obrar impunemente ante el descontento generalizado. Hay que señalar muchas cosas y muchas de ellas realmente injustas. Y por todo ello a muchos nos vuelve a doler España, como decía Larra.

Pero la pregunta que me hago es la siguiente: ¿la manera de luchar contra la injusticia es cantar a la muerte de los que la perpetran? Dudo que la agresión verbal y el enaltecimiento del odio formen parte de la libertad de expresión. Eso es lo que dice, de alguna manera, la sentencia a Pablo Hasél, que descarta que sus creaciones estén amparadas por la libertad de expresión, ya que en ellas «late de una manera patente el discurso del odio». Lo que no dice la sentencia (creo) –y voy más allá– es que la libertad de expresión es una herramienta humana y constructiva, constitutiva del hombre porque nos permite usar nuestra creatividad para ofrecer alternativas sólidas y humanas. Otra cosa es el desahogo, pero no puede el desahogo justificar la construcción de un discurso basado pura y estrictamente en el odio y la violencia, aún causados por la impotencia y la ira, porque conducen simple y llanamente al caos.

HaselSi yo, como persona progresista que me considero, valoro la vida y valoro los ideales de justicia que me mueven a escribir esto, quiere decir que también llego a concebir y valorar el valor universal y último de la vida. Esto es, el verdadero y hermosísimo valor de la vida: de la vida de todos, y no solo de aquellos que piensan como yo. Pensar lo contrario me convertiría en un fascista. Por ello creo que ya es hora de dejar de lado los viejos conceptos, las pugnas seculares en las que ya nadie sabe por qué motivo lucha y en en dónde radican realmente sus motivos. La evolución no es una guerra. Ese es el verdadero cambio: buscar o crear los espacios en los que los hombres y la vida se desarrollen en paz y libertad, alejándonos de una vez –por difícil que sea y más en países como el nuestro, en el que se celebró la relativa normalidad sin proceso de duelo, en el país de la derogada ley de memoria histórica– de los viejos términos, de los viejos conflictos. No es ya la izquierda contra la derecha, debe ser el sentido común contra la ignorancia, la justicia para todos. Y lo que no cabe en ningún lugar es defender la justicia por medio de la muerte, de la violencia, porque entonces no es la vida ni la libertad, ni tan siquiera la justicia, lo que estamos defendiendo.

Se me ocurre que todo el revuelo que ha causado la injusta condena a Pablo Hasél le ha convertido en el más inoportuno de los mártires. Él argumenta que se la ha condenado »por cantar». Y yo digo que a Víctor Jara se le condenó por cantar, no a Hasél. Víctor Jara fue torturado públicamente en el antiguo Estadio Chile. Jara murió desangrado y aún cantaba a la libertad y a la vida. A Pablo Hasél se le condena por proponer la muerte como solución de manera frívola, por enaltecer la violencia y el odio. Si llevásemos el discurso de Hasél hasta sus últimas consecuencias nada cambiaría, tan solo invertiríamos el lado de la injusticia y la barbarie. Y eso no es digno de aplauso.

A mí me parecería incluso hermoso convertirse en un símbolo –que no en un mártir– cantando realmente a la libertad, plantando cara a la opresión, jugándose la vida por unos ideales y construyendo nuevos cimientos para el mundo: unos cimientos que realmente amenacen la idiosincrasia de los injustos. Otros así lo hicieron. Lo que no me parece hermoso ni solemne es convertirse en un mártir –que no en un símbolo– acuñando cuatro frases sobre la muerte del rey o de algún miembro del PP, etc.  La condena de Pablo Hasél es lo que es: un elemento de distracción, casi una burla porque, tristemente, no estaba cambiando absolutamente nada con su música. Los discursos como el de Pablo Hasél no son peligrosos porque no despiertan conciencias sino que las duermen aún más, sumiéndolas en el puro odio. Y nada nace del odio, salvo más odio. Nos lo ha enseñado la historia.

Personalmente, suelo decir que la libertad de expresión es un derecho inalienable, pero la labor de informarse y construir es un deber ineludible. No existe lo uno sin lo otro porque toda libertad conlleva una responsabilidad y una conciencia de que así es. Para mí, Pablo Hasél no es un símbolo de la libertad de expresión, sino un símbolo de la impotencia y el desasosiego que muchos sentimos, pero también de la manera en que no se debe –ni siquiera intentarlo– conquistar la libertad. Y lo duro es que todo esto le haya costado una condena de dos años de prisión a Pablo Rivadulla, a quien pido que, de leer esto, no tome mis palabras como un ataque.

Mi conclusión es la siguiente y va dirigida a la gente que quiere cambiar algo en este país y en el mundo: pensemos en torno a qué valores queremos construir el mundo antes de intentar cambiarlo. Porque, si estos son nuestros mártires, ¿cuán frágil es nuestro objetivo?

Planteada mi opinión, solo puedo concluir reclamando libertad para Pablo Hasél.