‘‘Llamadlo opera prima, traigo mi alma en versión suprema’’… Y ahí fue cuando todo empezó. Cuando todo volvió a empezar. Cualquiera que reconozca esos versos sabrá de lo que hablo y prácticamente todo lo que voy a decir. Pero lo diré aún así, aunque sea por el placer de volver a desgranar cada una de esas palabras. Otra vez más. Como si fuese la última. Como si fuese la primera.

Agorazein es la única obra que no se ha movido de mi reproductor en –espera, déjame contar…– siete años. En 2008 todos escuchamos a aquel chaval de ojeras enfermizas sentado en un banco con una actitud desganada y desafiante a partes iguales. Se hacía llamar Crema. Desde el año en que publicó Agorazein he escuchado esas 13 canciones innumerables, infinitas veces. No son comparables a las veces que haya escuchado cualquier otro disco. No sé cuánto ha pasado desde la última vez que lo escuché pero pueden haber pasado seis meses o dos días.

Es evidente que Crema, alias C. Tangana, ha ido por delante de toda nuestra generación. Con 16 nos enseñó a rapear y con 20 nos abrió los oídos. Es el número 1 y ­­–como decíamos no hace mucho– lo sabe y lo demuestra. A día de hoy, cada línea suya sigue siendo evangelio para la mayoría de nosotros. No voy a convertirme en un detractor de C. Tangana a favor de Crema ni lo haré jamás (no, no soy de esos que ponían en Youtube aquellos de ‘‘¡que vuelva Crema!’’ aunque en su momento me costase adaptarme al cambio), porque musicalmente la evolución es innegable y casi insuperable. De hecho, recuerdo ver un día aquello de Agorazein presenta C. Tangana. Lo descargué ansioso a mis 16 años y después de una escucha rápida en la que se me debió quedar cara de pasmarote, eliminé el disco. Sin embargo, al par de días de eso me carcomía una inquietud. Volví a descargar el disco y volví a escucharlo. Y sé de mucha gente a la que le ocurrió como a mí. La tercera vez que lo escuché sabía ya que Crema no volvería y que tampoco le echaríamos en falta.

crema

Así que claro que no voy a defender a Crema frente a Tangana, ni ahora ni nunca. Faltaría más, bastante le habrá costado al segundo desligarse de la alargada sombra del primero. Pero sí a hablar de la importancia que tiene –o al menos para mí– la belleza de aquel rap que tan solo era ‘‘polvo de zapas viejas’’. Ya lo dijo tan solo un verso antes: ‘‘Todos vuelven al principio si te fijas’’. Porque con aquellos versos sintéticos y simples a primera vista se nos abría todo un mundo, un mundo que a su vez era una radiografía certera de nuestra adolescencia concentrada en una melodía y un par de frases. Despertó en nosotros esa sensación que nos perseguiría ya para siempre y que buscaríamos en cada intento de hacer música: aquella sensación de vivir algo intangible que ya vivimos, aquel recuerdo de algo que no sucedió pero que conservamos dentro y que se despierta con un par de frases, con algo de música. Lo decía Ángel González en un poema titulado ‘‘Canción para cantar una canción’’:

Esa música…
Insiste, hace daño
en el alma.
Viene tal vez de un tiempo
remoto, de una época imposible
perdida para siempre.
Sobrepasa los límites
de la música. Tiene materia,
aroma, es como polvo de algo
indefinible, de un recuerdo
que nunca se ha vivido,
de una vaga esperanza irrealizable.
Se llama simplemente:
canción.

Pero no es sólo eso.

Es también la tristeza.

De alguna manera, Crema escribió la crónica de nuestro paso a la adultez al encerrar vivencias en frases que hacíamos nuestras, sintiéndonos reflejados de un solo golpe. Porque esa es al final la clave de una buena crónica: el convertir lo subjetivo en universal. Así fue como Crema nos enseñó a contar algo. Ya lo dijo él: ‘‘Pensé en toda una lista que incluyera cualquiera de mis opiniones, al final lo escupo y fuera’’. Él nos habló de los entresijos, ‘‘de amor y algunas quejas’’, de las ganas de soñar, y así vivimos ‘‘con una letra en la mejilla’’. Y así nació también aquella frase que fue un himno y que todos convertimos alguna vez en nuestra consigna a la hora de hacer rap: ‘‘No esperes entenderme cualquier día. Mi rap no va a salvarte la vida, vino a salvar la mía’’. Pero nos salvó. No sé de qué pero nos salvó.

Porque al final escuchar Agorazein, Desde la octava ventana del bloque o Ego supone rememorar con cierta nostalgia aquellos años y vivir de nuevo la euforia o el desasosiego que nos acompañaron un día. Esa es la dimensión de los clásicos. Ahí quedan himnos como Nada más que eso, En ruinas como Roma, Cada uno en su lugar y cada uno de los tracks que forman Agorazein. Ahí quedan para siempre frases magistrales como aquella de ‘‘Fuera las hostias en la cara y aquí dentro poesía’’ o aquel principio de Lo justo: ‘‘Leí entre líneas pero solo había un espacio vacío’’. Ahí queda para siempre aquel ‘‘The Realness’’ que sonaba en el estribillo de La Tache y ese ‘‘No tenemos guías pero miles de creencias. Odio la distancia y no creo en sus mierdas, creo en tu sonrisa y creo que quiero que me muerdas’’.

He visto dos veces a Agorazein en directo. La segunda fue en Oviedo, cuando tuvimos el honor de telonearles junto a KekOne gracias a Pablito (Be Timeless). La primera fue en Salamanca. Al terminar el concierto les pedimos otra y nos preguntaron que cuál. Alguien gritó desde el público ‘‘¡De vuelta a las andadas!’’ y todos nos reímos. Porque sabemos con cierta tristeza que Crema hace ya mucho que no volverá a las andadas pero celebramos como nuestro cada nuevo golpe de C. Tangana. Porque estamos en deuda con él desde aquella vez que le dio por juntar una vida y sacar un disco.